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La humanidad tenía todo lo necesario para descifrar los jeroglíficos, pero era incapaz de hacerlo. La batalla entre estos dos genios lo consiguióJavier Jiménez​

El 15 de julio de 1799, mientras las tropas francesas trataban de conquistar Egipto y cerrar la vía de comunicación entre Reino Unido y la India, el capitán Pierre-François Bouchard se encontró con algo que cambiaría para siempre el pasado de la humanidad: la piedra de Rosetta.

Era una estela egipcia inscrita con un decreto emitido el año 196 a. C. por el faraón Ptolomeo V, pero eso era lo de menos. Lo importante es que había tres escrituras distintas: jeroglífico, un sistema poco conocido que creyeron siríaco, pero ahora sabemos que era demótico y griego antiguo.

Rápidamente, todo el mundo intuyó que iba a ser una pieza clave para descifrar la lengua de los antiguos faraones; pero lo que mucha gente ignora es que, durante más de 20 años, no pasó casi nada.

Tener la piedra de Rosetta no era suficiente.

París, septiembre de 1822

Batalla de las pirámides, Francois-Louis-Joseph Watteau (1798-1799).

Al menos, eso ha dicho siempre la historia oficial. El 27 de septiembre de 1822, un exultante Jean-François Champollion presentaba ante la Academia de Inscripciones de París su primer gran avance sobre la decodificación de los jeroglíficos. El hallazgo era realmente sorprendente y, de hecho, se considera a Champollion como el padre de la egiptología moderna.

Entre el público, estaba el médico, físico y lingüista británico Thomas Young. Young se había carteado con Champollion desde 1814 y, apenas tres años antes, había publicado un trabajo en la Enciclopedia Británica que adelantaba parcialmente los descubrimientos de Champollion.

Young estaba también exultante, ofreció a su viejo amigo francés todo su apoyo y, de hecho, unos días después de la presentación escribiría una carta en la que decía que si bien «se puede decir que [Champollion] encontró en Inglaterra la llave que abrió la puerta» [su propio trabajo], «la cerradura estaba tan terriblemente oxidada que ningún brazo común habría tenido fuerza suficiente para abrirla«.

Por eso, cuando Champollion publicó sus avances pocas semanas después y no reconoció el papel previo de Young, este se sintió profundamente dolido. En su libro de 1823, Young dejaba claro que el alfabeto era suyo y que Champollion únicamente lo había extendido. Esto, como no podía ser de otra manera, ofendió a su vez al egiptólogo francés. En plena resaca post-napoleónica, la egiptología se convertía en la guerra por otros medios.

Una larga batalla entre dos grandes mentes

O, mejor dicho, una batalla entre dos grandes egos. Porque, en el fondo, ambos sabían el enorme papel (y capacidad) que había tenido el otro. Young siempre reconoció el trabajo de Champollion y Champollion siguió colaborando con él en cosas como la decodificación del demócrito. El problema no era ese. Era un problema de reconocimiento, sí; pero también un conflicto personal (entre el racionalismo de Young y el romanticismo de Champollion) y el reflejo de una disputa (la de Inglaterra y Francia) que marcó los dos siglos siguientes.

En una estupenda entrevista en El Confidencial, Edward Dolnick explicaba que «todos hacemos lo que hacemos por una combinación de motivos, algunos de ellos admirables y otros no tanto. El futbolista domina el juego por el placer del deporte pero también por la adulación del público. Picasso pintaba para expresar sus emociones más profundas y también para ganar fama y mujeres. Champollion y Young realmente querían resolver un misterio y también ganar la gloria para ellos y sus naciones. ¿Es posible que, sin estos motivos básicos, no reuniésemos la energía y la resistencia para lograr grandes cosas?»

Puede que no. Es indudable que la lucha personal entre estos dos gigantes hizo que la egiptología (y la lingüística en general) evolucionara mucho más rápido de lo normal.

No obstante, esta no es una historia de odio y rencor. Como explicaba Carlos Prieto, en 1828, recién nombrado Champollion conservador de las antigüedades egipcias del museo del Louvre, recibió la visita de Young. Juntos, pasaron más de siete horas revisando piezas y discutiendo sus respectivos trabajos. Es decir, hasta los conflictos más enconados pueden encontrar su particular manera de «volver a casa».

Imagen | Leon Cogniet – Museo del Louvre / Thomas Lawrence

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La humanidad tenía todo lo necesario para descifrar los jeroglíficos, pero era incapaz de hacerlo. La batalla entre estos dos genios lo consiguió

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