Llevamos más de 500 años descubriendo a los mayas. México es una auténtica mina y proyectos como el polémico Tren Maya lo han demostrado. Los arqueólogos han encontrado multitud de vestigios del pasado explorando el trazado de las vías (hasta una pirámide oculta de 25 metros) y en otras partes del país siguen apareciendo restos arqueológicos de la época prehispánica.
Un ejemplo son los canales de Ciudad de México, la entrada al inframundo de Oaxaca o el reciente descubrimiento de un sitio arqueológico en una zona que no había llamado la atención hasta ahora: Tecacahuaco. Las nuevas tecnologías también nos van a permitir aprender más sobre lugares ya estudiados, pero hoy nos vamos a remontar a cuando empezó todo: el descubrimiento de las ciudades mayas de Yucatán.
Juan Díaz y Tulúm. Como siempre ocurre en estos casos, puede que alguien lo descubriera antes, pero si no queda documentado, no es algo que valga para mucho. En el descubrimiento de las ciudades mayas, se habla mucho de la expedición de 1840, pero realmente hubo alguien que, tres siglos antes, ya escribió sobre estas ciudades mayas.
Juan Díaz era el capellán y cronista de la Segunda expedición de Juan de Grijalva a las costas mexicanas. No es que se explayara demasiado y en aquella época documentar el pasado tampoco era la obsesión (encontrar oro y plata, por el contrario, sí lo era), pero Díaz dejó por escrito que había visto una ciudad, al menos, «tan grande como Sevilla». Se estima que esa ciudad era Tulum, un sitio muy interesante en la actualidad, pero que unos años después de aquel avistamiento se describió como una simple ciudad en ruinas.
Stephens y Catherwood. Dando un salto en el tiempo, nos plantamos a mediados del siglo XIX. John Lloyd Stephens era un abogado de Nueva Jersey en su juventud fue a Europa. Viajó por varios países y terminó visitando tanto Jordania como Egipto, recorriendo los principales yacimientos del país y documentando su viaje.
Cuando tocaba volver a casa, en una escala en Londres conoció a Frederick Catherwood, un arquitecto y pintor británico que ya había participado en algunas expediciones arqueológicas. Antes de viajar a Europa, Stephens se iba a dedicar a la política y gracias a sus contactos consiguió que lo nombraran Encargado de negocios de EEUU en Centroamérica.
Comprando una ciudad por 50 dólares. Stephens y Catherwood tenían interés por conocer la zona y, en 1839, emprendieron el viaje. Esa década de 1840 no era la más propicia para viajar, ya que había zonas como Copán con conflictos civiles, pero la pareja emprendió el camino a pie por la jungla y, tras abrirse paso a machetazo limpio y casi desesperar al no encontrar nada, su paciencia se vio recompensada.
Se toparon con una losa de piedra tallada que les llamó la atención, y poco a poco fueron hallando más cosas (otras estelas, escaleras y muros ornamentados). Stephen consideró que la zona era de un gran valor arqueológico y la compró a su dueño por 50 dólares. Fue entonces cuando empezaron a trabajar en las labores de limpieza y documentación. Catherwood se encargó de eso debido a sus dotes de pintor y arquitecto.
Segunda expedición. Catherwood y Stephen publicaron el informe de esa primera expedición (Incidentes de viajes en Centroamérica, Chiapas y Yucatán) y la obra atrajo las miradas hacia esas magníficas tierras de los mayas que habían sido olvidadas por parte de los exploradores españoles. Fue un viaje complicado, pero lograron un éxito colosal y, en una segunda expedición en 1941, la pareja se dedicó a seguir estudiando las ciudades de Tulum, Mayapán, Aké o Chichén Itzá.
Los dos colegas mantuvieron el contacto. Stephens había sido nombrado Vicepresidente y Director de la Ocean Steam Navigation Company, pero en 1850 le ofrecieron la oportunidad de supervisar la construcción del ferrocarril de Panamá. Entonces, ofrecí a Catherwood su puesto mientras él estaba ocupado con los trenes. Dos años después, sin embargo, murió y se colocó en su lápida una placa con jeroglíficos mayas.
Catherwood no tardó en acompañarlo, ya que falleció en 1854, aunque de una forma más trágica: viajando de Liverpool a Nueva York, el crucero Arctic naufragó. Murieron los 385 pasajeros y la prensa en la época no prestó atención a que él era uno de ellos.
Teoberto Maler. El trabajo de la pareja fue vital para que otros investigadores y arqueólogos se fijaran en Yucatán, y uno de ellos fue Teobert Maler. Austro-alemán nacido en 1842, también fue un arquitecto, pero tenía ganas de ver mundo. Eso lo llevó a alistarse como soldado en el ejército del emperador mexicano Maximiliano I. Las fuerzas republicanas acabaron con su imperio y Maler, en lugar de exiliarse, se quedó en México.
Se rebautizó como Teoberto, ya que era más fácil de pronunciar, y debido a su gusto por las antigüedades y la fotografía, emprendió un viaje para documentar las ruinas mayas. Como Catherwood y Stephens antes que él, se abrió paso por la selva, machete en mano y con la ayuda de los nativos, pero además de papel y lápiz, también tenía una cámara.
Fue así como consiguió documentar el estado de El Castillo de Chichén Itzá en 1892 o algunas tablillas que encontró a su paso. También se dio cuenta de que exploradores anteriores habían pasado por alto muchas ruinas y se habían documentado sólo parte de la riqueza del lugar.
Nada de enviar a Europa o EEUU. Además, había algo que no agradaba nada a Maler. Cuando se producía un avistamiento de algo con cierto valor, la tendencia era arrancarlo del lugar y transportarlo a Europa o Estados Unidos. Su opinión era que todo debía dejarse en su sitio, conservándose intacto para su estudio. Fueron ideas adelantadas a su época (que se lo digan al Museo Británico) y escribió varias cartas al gobierno mexicano exponiendo su pensamiento.
Y podríamos pensar que, tras un trabajo tan importante, Maler viviría de forma acomodada, pero… no. Lo primero es que sus obras no tuvieron éxito y sus publicaciones científicas eran difíciles de contrastar porque las enviaba y, después, se iba unos cuantos meses a seguir investigando, lo que hacía imposible contactar con él. Lo segundo es que su dinero se había esfumado y se ganaba la vida vendiendo copias de sus fotografías a turistas y otros arqueólogos.
Murió en 1817, a los 75 años, en Mérida y sus trabajos se publicaron de forma póstuma. Curiosamente, falleció sin saber que fue uno de los precursores de la arqueología moderna, pero al menos nos dejó para el recuerdo la impresionante foto de El Castillo con la maleza cubriendo toda la escalinata.
Imágenes | Beyond My Ken, Frederick Catherwood, Teoberto Maler, Daniel Schwen
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La noticia
Así se descubrieron en 1840 las ciudades mayas de Yucatán: la historia del hallazgo que cambió la historia de México
fue publicada originalmente en
Xataka
por
Alejandro Alcolea
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